El paripé en el que se han convertido la Liga española y, en estos últimos años, la Copa del Rey, me ha llevado a ver muy poquito fútbol, aparte del Sevilla Fútbol Club. Las excepciones son la final de la Liga Europa y los partidos de Champions, en su fase de eliminatorias. Y también la final de la Copa del Rey, siempre que no sea un Madrid-Barça.
Así que este sábado me senté a ver una de las finales de Champions menos atractivas para mí, puesto que se enfrentaban dos de los tres equipos que no soporto de la liga española. El otro es el Barcelona. Se supone que, como soy sevillista, al que no podría ver ni en pintura es al que dicen que es nuestro eterno rival: el Betis. Pues no, mi estómago se revuelve cuando nos tenemos que enfrentar al Madrid, Barcelona o Atlético de Madrid. Por este orden.
O eso, al menos, creía yo. Creía que mi equipo más odiado era el Madrid, quizás porque he visto, desde pequeño, cómo nos robaban partidos, de manera descarada y escandalosa; o quizás porque históricamente nos han quitado a nuestros mejores jugadores, y haciéndolo además con el dinero de la TV que pertenece, o debería pertenecer, a los demás equipos. O puede incluso que sea porque se han propuesto meternos al Madrid hasta en la sopa. Da la impresión de que aparte del bipartidismo político, también parece que se quiere imponer al Barça o al Madrid. La televisión nos bombardea todos los días con muchos minutos de información de estos dos equipos, por muy nímia y ridícula que sea. Menos mal que está el mando a distancia como aliado para ayudarnos a evitar esta ingente y malintencionada información. Estoy seguro de que en ningún país ocurre lo que en España. No me imagino en Alemania, por ejemplo, que se lleven 10 o 15 minutos del Telediario –o como se llame allí– hablando del Bayern de Munich. En fin, supongo que tenemos lo que nos merecemos, como se suele decir.
El partido en sí, me pareció bastante malo. En ningún momento daba la impresión de que uno de ellos fuera a proclamarse como el mejor equipo de Europa. Se trata de un partido tenso, con muy pocas ocasiones de gol, al que sólo salvaba la emoción por el resultado. Incluso el 0-1 llegó tras una estrepitosa cantada de Casillas, en la que fue, si no recuerdo mal, la única ocasión que tuvo el Atlético de Madrid.
Pero lo que más me llamó la atención es que me vi queriendo que ganara el Madrid el partido. Y eso era verdaderamente impensable para mí. Obviamente, no podían perder los dos, y entre uno y otro, prefería que se llevara la Copa el Madrid. Era la constatación de que, hoy por hoy, es el Atlético de Madrid el equipo que menos soporto.
Lógicamente, ahora tenía que buscar la explicación, el porqué de ese odio. Puede que sea porque el Atlético es un club que históricamente también ha disfrutado de favores arbitrales –como en la liga que nos birlaron– . O puede que sea porque es cómplice necesario de esta pantomima de liga, o liga de mierda, donde se permite que Madrid y Barcelona arramplen con la inmensa mayoría de los derechos televisivos, condenando al resto de los clubes a pasar penurias o hacer encajes de bolillos para salvar su economía. O quizás sea por los cánticos de «sevillanos, yonquis y gitanos», o el infame e inhumano «ea, esa, ea Puerta se marea», que, por supuesto, queda, año tras año, impune, con la venia arbitral, que hace oídos sordos y nunca –qué casualidad– los recogen en las actas de los partidos.
Hay que admitir que el Atlético de Madrid tiene un buen equipo y un buen entrenador. Aunque Simeone cometió un error gravísimo en la final de Champions, al darle la titularidad a Diego Costa –el jugador más antideportivo de la liga, junto con Pepe–, sabiendo que estaba lesionado. Eso llevó realizar el primer cambio a los ocho minutos de juego. Y eso, aunque en ningún sitio se critique, en un partido donde puede haber prórroga y penaltis –como así ocurrió–, es un error imperdonable. Pero Simeone es un buen entrenador. Tampoco es que sea una maravilla. Su mayor virtud es que ha sido capaz de hacer que sus jugadores se esfuercen hasta la extenuación y jueguen como equipo. Si ha ganado la liga es porque Diego Costa y, sobre todo, Courtois –para mí, el mejor portero del mundo– le han sacado las castañas del fuego en muchísimas ocasiones. Y tampoco podemos olvidar que una de las claves de que el Atlético ganara la liga es que alguien se ha empeñado en que esta liga 2013-2014 no fuera cosa de dos. Y ese invitado, ese tercer aspirante al título, ha sido el Atlético, que a base de favores arbitrales fue capaz de llegar con opciones al título de liga. Claro que con lo que nadie contaba es que, tanto Madrid como Barcelona, hicieran un final de temporada tan desastroso, incapaces de ganar partidos clave, a pesar de tenerlo todo a favor.
El Atlético de Madrid hizo una final de Champions muy digna, se esforzó al máximo, como es habitual en ellos. No hicieron un buen partido, pero eso no es necesario para ser campeón. Defensivamente estuvieron bien, pero el Madrid, en líneas generales, fue superior.
Merecida o inmerecidamente, lo cierto es que el Atlético de Madrid llegó al minuto 93 por delante en el marcador. Y cuando parecía que ya había un campeón, cuando parecía que esos magníficos centrales y portero, como son Miranda, Godín y Courtois, despejarían cada balón que rondara el área, llegó el gol del Madrid. Y llegó precisamente por obra y gracia de un yonqui y de un gitano, por obra y gracia de un amigo de Puerta.
No me cabe en la cabeza mayor dolor deportivo –ni siquiera un descenso– que estar acariciando con los dedos el título deportivo más importante, la Champions, y perderla en el último suspiro. Es cierto que después quedaba la prórroga, pero estaba claro que, con el mazazo anímico que se había llevado el Atlético y el hecho de que estaban fundidos físicamente, serían presa fácil para el Madrid, que además se había mostrado superior.
Al Atlético se le fue el título más deseado cuando más fácil lo tenía, y por las formas y por el autor del gol que daba vida a uno y mataba al otro, no pude evitar pensar que era un justo castigo. Un castigo divino.