Parece que fue ayer, pero hace ya 25 años que me saqué mi primer carnet del Sevilla. Por tanto, hoy seré uno de los privilegiados a los que el club homenajeará en el día de hoy.
Yo no soy «sevillista de cuna», pues no tuve a nadie que me inculcara el sevillismo, ni me hablara de fútbol. Sin embargo, desde bastante pequeño empecé a ver fútbol por la tele y empezó a llamarme la atención el Sevilla FC, y el Barcelona, ya que, por aquel entonces, los niños de mi edad, y sobre todo con los que me juntaba, sólo pensaban en jugar como Cruyff, que era el jugador estrella del momento. Lo del Barcelona me duró poco y empecé a pensar ya como sevillista.
Por aquel entonces, en mi familia no se vivía el fútbol intensamente. Hoy día hay en ella una inmensa mayoría de simpatizantes sevillistas. Sólo tenemos una oveja negra, un tío político, que intentó hacernos, tanto a mí como a mi hermano –número de abonado inmediatamente inferior al mío–, béticos. Lógicamente, fracasó estrepitosamente. No sé si porque llegó tarde o porque yo siempre he sido muy listo :-). Yo entonces tendría unos siete años de edad, y a esas alturas ya se suelen tener las ideas bastante claras, al menos en lo que se refiere al fútbol.
Después empecé a escuchar los partidos por la radio, a José Antonio Sánchez Araujo, y, cuando podía, que era en raras ocasiones, por televisión. Hasta que un día decidí ir con un amigo al fútbol. Recuerdo perfectamente que el primer partido de fútbol que asistí en directo fue un Sevilla-Español, en el Ramón Sánchez Pizjuán, en la temporada 86-87. Se ganó por 1-0. Recuerdo que me llamó mucho la atención el ambiente y la gran diferencia que hay entre ver un partido de fútbol por la tele a verlo en el estadio. Estadio que, por cierto, me encantó. Me pareció enorme, ya que yo hasta aquel día sólo había estado en el Benito Villamarín, por culpa de ese tío mío que me quería llevar por el mal camino cuando era pequeño.
Después fui a un segundo partido, creo recordar que contra el Sabadell, y ya me enganché. Hasta tal punto que, ya con 16 años, decidí abonarme la temporada siguiente, la 87-88, que fue cuando llegó Pablo Bengoechea, procedente del Wanderers uruguayo. También me hice adicto al Sevilla Atlético, nuestro magnífico filial, al que sigo siempre que tengo ocasión.
Tengo que admitir que durante estos 25 años se me ha pasado en alguna ocasión el mandarlo todo al garete. No ha sido por falta de sevillismo, sino por estar harto de tanta corrupción que hay en nuestro fútbol. Estoy hasta el gorro de tanto árbitro malintencionado, de tanto comité inútil, de tantos directivos federativos que buscan más el figurar que el bien del fútbol español, de tanto bombardeo mediático Madrid-Barcelona… Estoy harto de estar harto. ¿Pero cómo sería mi vida sin ir a ver al Sevilla? Sin duda, sería diferente. Ir a ver al Sevilla para mí es una ilusión. Cuando llego al estadio me olvido de todos los problemas y me concentro sólo en lo que ocurre sobre el terreno de juego. Es una pausa, un oasis, un portazo a las preocupaciones. Y si ya ganamos, pues miel sobre hojuelas.
Durante estos años he vivido momentos buenos y momentos malos como sevillista. Entre los buenos, los títulos y las clasificaciones europeas; entre los malos, los descensos y el fallecimiento de Antonio Puerta.
Veinticinco años visitando el templo del sevillismo. Y ahí seguiré, hasta que el cuerpo aguante.